En este día, contemplamos y revivimos en la
liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la
Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén
para difundirse por todo el mundo.

A la luz de este texto de los Hechos de los
Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del
Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de
miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos
nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según
nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con
frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta
difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo
anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos
lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia
limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la
historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma
y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y
se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés
se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los
Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para
anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo
para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La
novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo
que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y
siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas
de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo?
¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos
presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la
capacidad de respuesta?
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo,
aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de
carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza,
porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa
uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la
hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta
mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Sólo Él puede suscitar la
diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la
unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y
nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos,
provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la
unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la
homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la
riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos
impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la
Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio,
es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica
fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La
Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos
son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y
de la Comunidad eclesial, y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios
de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la
armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él
viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos
decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento
que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son
los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El
Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda
del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada
en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar
testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del
encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió
en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega
hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés
del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu
Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él
quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice:
«Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros»
(Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para
recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos
muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar
la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros
mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la
misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor».
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor».
Amén.