La prudencia es una de esas virtudes de las
que apenas se habla y que, sin embargo, resulta ser una clave en el
dificilísimo arte de ordenarnos rectamente en nuestra relación con el prójimo.
No nacemos prudentes, pero debemos hacernos prudentes por el ejercicio de la
virtud. Y no es tarea fácil.
El pensamiento puede descarriarse como se
descarría la voluntad, porque está expuesto a las mismas pasiones y a los
mismos condicionamientos. Pensar y bien exige una gran atención, no sólo sobre
las cosas, sino principalmente sobre nosotros mismos.
Hay que saber estar atentos sobre las
razones, pero mucho más sobre nuestras pasiones que son las que nos impulsan al
error. Porque los hombres solemos errar por precipitación en nuestros juicios,
afirmando cosas que la razón no ve claras, pero que estamos impulsados a
afirmar como desahogo de nuestras pasiones. Quien no sabe controlar sus
pasiones, tampoco sabrá controlar sus razones y se hace responsable moral de
sus yerros.
La razón es la que ha de regir nuestra
conducta en la verdad y por eso la prudencia es la primera de las virtudes
cardinales. Pero la verdad requiere tener sosegada el alma para conseguir tener
sosegada la mente con objetivas razones.
"Nada te Turbe"
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