rezando en la montaña

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martes, 24 de septiembre de 2013

Foto con Roque Soto


Les pido oraciones especiales por mi familia, especialmente por mi papá que el dia de ayer sufrio un ACV, y esta internado.

Es un milagro de Dios que este vivo.
Cuento con sus oraciones

Gracias

P. Soto

Axel - Celebra La Vida

viernes, 20 de septiembre de 2013

Carta Enciclica "Lumen Fidei". CAPÍTULO CUARTO DIOS PREPARA UNA CIUDAD PARA ELLOS

continuacion 16/09/2013
CAPÍTULO CUARTO
DIOS PREPARA UNA CIUDAD PARA ELLOS
(cf. Hb 11,16)

Al presentar la fe de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone de relieve que ésta no es sólo un camino, sino también edificación de un lugar en el que los hombres puedan convivir (cf. 11,7) (n. 50). Por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la fe ilumina las relaciones humanas; se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. Permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. “Su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza… Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios” (n. 51).
El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo para toda la vida. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos. (n. 53). En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia. Sobre todo los jóvenes deben sentir la cercanía y la atención de la familia y de la Iglesia. “Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime... Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos” (n. 52).
“¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo” (n. 54). La fe nos hace respetar más la naturaleza; nos invita a buscar modelos de desarrollo que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón e ilumina la vida en sociedad, poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama (n. 55).
Incluso, en la hora de la prueba, la fe nos ilumina. Por eso el Salmo 116 exclama: “Tenía fe, aún cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!»” (v. 10). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en Dios, que no nos abandona, y de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. La muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el último “sal de tu tierra y ven”, pronunciado por el Padre (n. 56).
La luz de la fe no nos lleva a olvidamos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y darnos luz. La fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf 2 Co 4,16-5,5). “En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día” (n. 57).
BIENAVENTURADA LA QUE HA CREÍDO (Lc 1,4.5)
“La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45). En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser para que tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres” (n. 58). A ella nos encomendamos, pidiendo que “esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo” (60).


miércoles, 18 de septiembre de 2013

El Concilio Ecuménico visto por un Auditor laico Argentino.

Juan Vázquez y Pablo VI


Juan Vázquez relata sus impresiones de la Asamblea del siglo veinte.

            Ha regresado de la Ciudad Eterna, adonde sus altas funciones de dirigente internacional lo llevaron tantas veces y adonde sin duda volverán a conducirlo, Juan Vázquez, vocal de la Junta Central de la Acción Católica Argentina miembro del Comité Permanente de los Congresos Internacionales para el Apostolado de los Laicos y presidente de la Federación Internacional de la Juventud Católica.
            Nuestro amigo Vázquez es, en estos momentos, noticia, por su carácter de Auditor del Concilio Ecuménico Vaticano II. Nuestros más importantes rotativos lo han entrevistado a su llegada de Roma, en las postrimerías de 1963, y han publicado largos reportajes, pues el Concilio viene siendo noticia desde que lo anunciara al mundo el inolvidable Juan XXIII, de feliz y querida memoria, y desde que Pablo VI le diera todo su apoyo, tal como hiciera siendo Arzobispo de Milán y amigo dilecto del anciano Pontífice a quien le tocaría suceder.
            Juan Vázquez, que ha vivido el Concilio por dentro, ha vuelto de Roma entusiasmado y feliz; y su presencia entre nosotros, a la espera de la reanudación de la magna asamblea, no tiene tan sólo el significado de un merecido descanso, sino la misión más importante de transmitir a los demás ese fuego sagrado que brota del corazón de quien, tras especial privilegio, ha podido comprender y apreciar mejor que otros las maravillas del Espíritu Santo conduciendo a su Iglesia a través del tiempo.
            Las grandes causas crean siempre grandes admiradores, que serán como la levadura en la masa. Así ocurrió en la época de los grandes viajes de descubrimiento. Cristóbal Colón, Américo Vespucio, Hernán Cortés, tras haber columbrado mundos maravillosos, aunque primitivos, salvaron con impaciencia la distancia que los separaba de España, donde narraron alborozados las singulares características de aquellas naciones indígenas.
            Juan Vázquez vuelve de un viaje más maravilloso aún, cuyo itinerario está señalado por la Gracia, y el que pronto reanudará, llevando siempre presente en su corazón -como lo ha declarado reiteradamente- a nuestra querida Acción Católica.
            Lo entrevistamos en la sede de la Junta Central, adonde concurre todas las tardes, y es fuerza que la conversación recaiga sobre el Concilio Ecuménico.
            “Cuando Su Santidad Pablo VI ha designado un grupo de laicos para asistir al Concilio -dice-, ha escogido algunos dirigentes de organizaciones internacionales católicas. Ahora somos un pequeño grupo… Sabemos que no representamos a todas las personas y todas las formas de apostolado ni todos los ambientes y naciones. Sentimos, sin embargo, el deber de participar nuestro testimonio de auditores a los miembros de estas asociaciones y a los laicos que nos han concedido su confianza”.

            -Los diarios se han referido a grupos opuestos dentro del aula conciliar. ¿Es cierto?
             
-Nosotros sabemos muy bien que es el Concilio; lamentablemente, fuera del catolicismo no ocurre lo mismo. Hay quienes quieren ver en él a una especie de parlamento o a un congreso. Nada de esto existe. Lo cierto es que en el Concilio hay hombres, sociólogos, liturgistas, canonistas, y es natural que traigan ideas distintas, a veces en oposición. Pero esto no implica que haya grupos opuestos (conservadores, liberales). Lo que hay son canonistas, liturgistas, sociólogos, cada uno de los cuales trae al Concilio su propio punto de vista, del cotejo de los cuales saldrá esa Iglesia que reclaman estos tiempos. La Iglesia para embellecerse se mira en Cristo, que es la Suma Belleza.
Cada mañana hemos sido testigos de intervenciones densas, en las que cada palabra ha sido pensada largamente, y que con clara evidencia tienden, en el deseo de sus autores, hacia el mayor bien de la fe. Las posiciones son diversas, a veces fuertemente opuestas; no nos asombramos de ello. ¿Cómo podrían dos mil quinientos obispos, cuyas edades van de los treinta y cinco a los cien años, venidos de las cinco partes del mundo, que jamás se habían visto antes, de frente a la variedad inmensa de las situaciones pastorales y humanas, no ver de diversa manera la elaboración y la expresión del pensamiento de la Iglesia? Ninguna consulta individual de los obispos habría podido aportar tan gran riqueza. Y la Historia está ahí para recordarnos los grandes progresos realizados en los concilios más tumultuosos.

-Algunos se lamentan de la lentitud con que marcha el Concilio, y éstos ya quisieran estar en las etapas finales… ¿Qué puede decir al respecto?

-Es verdad. Algunos manifiestan un poco de impaciencia ante la aparente lentitud de los trabajos. ¿Se ha pensado, sin embargo, en lo que es un Concilio? Por mi parte puedo afirmar que el ritmo de estos trabajos es una garantía de la libertad total de expresión que reina en el Concilio y de la seriedad con que se tratan las cuestiones difíciles y complejas.
El Concilio nos ha hecho ver que la Iglesia, para ser dócil al
Espíritu Santo, debe hablar consigo misma y buscar la fórmula más completa y más justa. Este esfuerzo de maduración y de conciliación exige largo tiempo.
Cuando el Papa Juan XXIII anunció al Episcopado su propósito de realizarlo, llegó de todo el mundo un caudal de información jamás sospechado, que las comisiones preconciliares clasificaron por asunto e importancia. Obispos y peritos elaboraron los esquemas, que un relator se encargaría de presentar a la asamblea ecuménica.
Primeramente se discute en general; luego, capítulo por capítulo. Una vez que es aprobado, vuelve a la comisión conciliar para una nueva redacción. Luego será considerado y votado en las Congregaciones Generales.
Todo esto implica un trabajo en verdad abrumador, porque los asuntos hay que ponerlos de acuerdo con la liturgia, la sociología, el derecho canónico.
Cuando el esquema vuelve al aula conciliar, es nuevamente discutido, y se le introducen otras enmiendas. Después, se vota capítulo por capítulo, hasta conseguir su aprobación total. En la sesión pública, presidida por el Papa, se efectúa la votación final y queda sancionado.
Después de esto, ¿quién podrá negar que la solución hallada no sea la mejor, lo que corresponde a la verdad, a la que los padres conciliares, iluminados por el Espíritu Santo, han sido conducidos?

-¿Cómo resumiría usted el espíritu y los frutos alcanzados ya por el Concilio?

-Estamos admirados del carácter universal de la Iglesia por la manera con que se nos ha presentado en el Concilio. Los padres confesores de la fe, los cardenales de todo color, revestidos de idéntica púrpura, los patriarcas de Oriente, y los obispos latinos de todos los países aparecen empeñados en una misma fatiga: la edificación de la Iglesia. Innumerables son los coloquios, los intercambios de ideas, los sondeos a los que asistimos en el aula conciliar, en las naves de la basílica y en las dependencias adyacentes, y aún más, en la vías de la vieja Roma. No podemos olvidar las reuniones de obispos en las cuales el Concilio nos ha dado la oportunidad de participar. Delante de nosotros están los observadores, atentos, recogidos en plegaria durante la santa misa, interesados en seguir las intervenciones. Ellos tienen conciencia de la confianza que les concede el Concilio y, digámoslo también, y de la valentía de la que da prueba haciéndoles asistir a sus investigaciones y a sus problemas. Esta es una de las audacias del Concilio, si así es lícito expresarse.
Desde el punto de vista ecuménico, este encuentro es rico en mutuos descubrimientos; de una parte y de la otra supera la época de la recíproca ignorancia. Se ha distribuido un capítulo sobre los judíos y otro sobre la libertad religiosa. Aunque parezca largo todavía el camino, ya se han conseguido algunos resultados de notable importancia.
Por primera vez en la Historia un Concilio Ecuménico ha abordado el problema de los laicos en toda su amplitud buscando el puesto que le corresponde en el seno del pueblo de Dios que camina. Toda nuestra participación en la vida de la Iglesia resultará, de ahí, totalmente transformada poco apoco. Esto se hará sentir en todas las latitudes, en toda comunidad, hasta en la más pequeña parroquia.
Se ha decidido una reforma de la liturgia. La saludamos con alegría. Hará más activa la participación del pueblo en la vida de la Iglesia. La apertura al mundo, exigencia viva de nuestro tiempo, a la que se dedicará un esquema particular, no ha sido aún afrontada. Pero el mundo mira al Concilio y los padres advierten la inquietud.
El Concilio piensa en el mundo, prueba, experimenta, vive hasta el sufrimiento la responsabilidad de la salvación. Tiene presente  en todo momento los signos del tiempo: la sed de paz, el deseo de unidad, la voluntad de expansión de la persona humana, la reivindicación de la justicia, la esperanza de los pobres, los sufrimientos del trabajo, el hambre y la ignorancia, el crecimiento de los pueblos, la organización internacional.
 Estas preocupaciones de los hombres, nos parece haberlas recordado alguna vez a los padres del Concilio a través de nuestra modesta presencia.

-¿En qué oportunidades los auditores laicos han intervenido durante la pasada sesión?

-Nuestra intervención se hizo visible en el seno de las comisiones, donde es notable la importancia del trabajo y la función y responsabilidad de los padres que participan. Hemos buscado el seguir los trabajos conciliares lo más intensamente posible, hacer consultas entre nosotros regularmente, encontrar en  nuestro pequeño grupo la máxima unanimidad en relación con aquellos problemas que nos afectan o aquellos sobre los cuales se ha deseado o pedido nuestro parecer de laicos. Por esto hemos pedido y obtenido que un padre conciliar haya sido designado para asegurar un vínculo más directo entre nuestro grupo y la asamblea. El Santo Padre, a propuesta de los moderadores, ha escogido como “asesor” de los auditores laicos a su eminencia monseñor Emilio Guano, obispo de Livorno, miembro de la Comisión Conciliar para el apostolado de los Laicos y de la Comisión Mixta encargada de redactar el esquema sobre la presencia de la Iglesia en el mundo.
Durante la audiencia que el Santo Padre nos otorgara, expresó que los “auditores” en el Concilio, los laicos, se convierten en “locutores” fuera de él. “Es aquí, dentro de la experiencia profesional y social -añadió el Sumo Pontífice- donde se cambian los papeles: los pastores se convierten en “auditores” y los laicos en “locutores”.
Aún cuando el nuestro ha sido un trabajo abrumador, lo hemos realizado con alegría. No pasaba jornada sin que concurriésemos a las diferentes comisiones, consultáramos documentos, tomáramos apuntes. Era aquello un cuadro nuevo, pero alentador: Obispos que preguntaban y escuchaban con una consideración que en verdad compromete nuestra gratitud y respeto; auditores laicos intercambiando ideas con respetables purpurados sobre temas estrechamente vinculados con los seglares. Asistimos también, especialmente invitados, a distintas reuniones de conferencias episcopales, como la española y la canadiense, en preparación de las sesiones conciliares.

-Como dirigente laico, ¿cree usted que este Concilio es también una afirmación del laicado?

-Estoy convencido de ello. Y dentro del laicado, la Acción Católica, a la que Pablo VI considera que no está exhausta, no ha sido superada y que es insustituible.
Debo confesar que vuelvo impresionado por los discursos del Santo Padre sobre la Acción Católica y el eco que los mismos han hallado entre los Obispos reunidos en la Ciudad Eterna. La confianza que el Santo Padre deposita en la Acción Católica, a la que ha calificado de “vía maestra del apostolado”; su convicción de que ella juega un papel decisivo en la difusión del Evangelio, confirman el alto aprecio en que el Santo Padre, tiene por la Acción Católica, que tiene su propio estilo y está en las estructuras y constituciones de la misma Iglesia.
Aún cuando no hace estrictamente al tema de esta entrevista, cabe agregar que durante mi reciente gira por el África pude comprobar una vez más la importancia y actualidad de la Acción Católica en el mundo de hoy. En esos países jóvenes, que recién despiertan a la vida independiente, donde nuestra Santa Religión surge con toda la fuerza de una tierra virgen, los cuadros de hombres y mujeres organizados para difundir a Cristo, son de una importancia en verdad insustituible.
El Tercer Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos reafirmará el papel de los seglares en el mundo. Pablo VI ha dicho “Nos rezaremos de buen grado para que el Tercer Congreso tenga el mayor de los éxitos”.

-¿Qué impresiones tiene de Pablo VI?

-La impresión que produce el Papa felizmente reinante, es una especie de síntesis de los tres Papas anteriores: visión moderna y general como Pío XI; hombre de ciencia como Pío XII; hombre cordial, de amor a los hombres, amor a la humanidad, como Juan XXIII. Posee, además, la ventaja de que conoce la técnica de la Curia Romana, y aunque ello no lo parezca, adquiere mucha importancia y es terreno ganado para un Pontífice que tiene ante sí tan magna tarea a realizar.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Carta Enciclica, "Lumen Fidei" . CAPÍTULO TERCERO TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO

continua del dia 12/09/2013

CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La fe, que nace de un encuentro, tiene necesidad de transmitirse. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros. La Iglesia es una Madre que nos enseña el lenguaje de la fe. “El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe” (n. 38). La Iglesia transmite a sus hijos el contenido de su memoria, mediante la tradición apostólica. En la liturgia, por medio de los sacramentos, se comunica esta riqueza (n. 40). La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo, que nos convierte en hijos adoptivos de Dios. Ahí recibimos también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que nos pone en el camino del bien (n. 41). El bautizado, rescatado de la muerte, “puede ponerse en pie sobre el «picacho rocoso» (cf. Is 33,16) porque ha encontrado algo consistente donde apoyarse” (n. 43).
San Agustín decía que a los padres corresponde no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe (cf. De nuptiis et concupiscentia, I,4,5) (n. 43). La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, alimento para la fe, “encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida; que nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios” (n. 44).
En la celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en particular mediante la profesión de fe, en la que “toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo”. El Credo tiene una estructura trinitaria. Así afirma que el secreto más profundo de todas las cosas es la comunión divina; que este Dios comunión, intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión. Quien confiesa la fe, “no puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una comunión grande, la Iglesia” (n. 45).
Otros dos elementos esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia son la oración del Señor, el Padrenuestro, y el decálogo (cf. Ex 20,2), cuyos preceptos, que alcanzan su plenitud en Jesús (cf. Mt 5-7), “hacen salir del desierto del «yo» cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia” (n. 46).
La fe debe ser confesada en su pureza e integridad (cf. 1 Tm 6,20) (n. 48). Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica. El Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra originaria sobre la que se basa la fe (n. 49).
CONTINUARA...


sábado, 14 de septiembre de 2013

fragmento de la carta del papa FRANCISCO en la Beatificacion de Padre Brochero

"Que finalmente el Cura Brochero esté entre los beatos es una alegría y una bendición muy grande para los argentinos y devotos deeste pastor con olor a oveja, que se hizo pobre entre los pobres, que luchó siempre por estar bien cerca de Dios y de la gente, que hizo y continúa haciendo tanto bien como caricia de Dios a nuestro pueblo sufrido", afirmó el pontífice en el texto dado a conocer por el Vaticano.
"Conoció todos los rincones de su parroquia. No se quedó en la sacristía a peinar ovejas. El Cura Brochero era una visita del mismo Jesús a cada familia", añadió la misiva, distribuida a los 200 mil fieles que se congregaron en Córdoba para asistir al acto de beatificación.
En su carta, el Papa, subrayó el papel que Brochero daba a la oración y los sacrificios que hacía para recorrer las distancias y llegar a todos los miembros de su parroquia.
La misericordia y valentía de su corazón lo movieron "a conquistar también para Dios a personas de mala vida y paisanos difíciles. Se cuentan por miles los hombres y mujeres que, con el trabajo sacerdotal de Brochero, dejaron el vicio y las peleas", añadió Francisco.
Además, el Papa, que desde que fue nombrado al frente de la Iglesia ha subrayado la necesidad de una mayor cercanía de los sacerdotes a l

a gente y el voto de pobreza, afirmó que el Cura Brochero "no se quedó en el despacho parroquial, se desgastó sobre la mula y acabó enfermando de lepra, a fuerza de salir a buscar a la gente, como un sacerdote callejero de la fe. Esto es lo que Jesús quiere hoy".
Incluso ciego y leproso, el Cura Brochero continuaba rezando y celebrando misa, destacó el pontífice, al tiempo que elogió su capacidad para salir del egoísmo y evitar "esas fuerzas interiores de las que el demonio se vale para encadenarnos a la comodidad, a buscar pasarla bien en el momento, a sacarle el cuerpo al trabajo".

Circo de la Mariposa... para reflexionar

viernes, 13 de septiembre de 2013

Mons. Luis A. Fernández, nuevo obispo de Rafaela

Mons. Luis A. Fernández, nuevo obispo de Rafaela

El Sumo Pontífice, Francisco, nombró obispo diocesano de Rafaela, en la provincia de Santa Fe, a monseñor Luis A. Fernández, de 66 años, actualmente obispo auxiliar de Buenos Aires para la vicaría de la zona Flores.

El nombramiento fue anunciado por el nuncio apostólico, monseñor Emil Paul Tscherrig, a través de la agencia AICA, al mismo tiempo que la Santa Sede lo hacía en Roma.

La diócesis de Rafaela había quedado vacante el 10 de noviembre de 2012, cuando el obispo diocesano, monseñor Carlos María Franzini, fue promovido a la sede arzobispal de Mendoza.




El privilegio de dar - Axel Fernando con letra

jueves, 12 de septiembre de 2013

te propongo que juntemos "YERBA MATE"

Muchas veces nos preguntamos como ayudar a otros, como dar una mano. La pregunta nace de no querer equivocarnos y sin dudas la duda y el temor llega. Uno piensa en grandes manos de obras, en ayudas que merecerían estar ocupados por horas. Hoy quiero invitar a los que se animen a "darme una mano" para que "el mate" nunca falte. Te preguntas ¿con que locura me vengo ahora? jaja y si... muchos estamos felices porque cuatro mil personas, hombres y mujeres de la gendarmería nacional están en Buenos Aires para ejercer la custodia de la población. Evidentemente este es un tema largo y difícil. La mayoría dejo a sus hijos y familias (las mamas a sus hijitos y esposos etc.), para caminar por unas calles que son la antítesis de donde estaban, "la frontera". Sabrás que vivir acá es caro, y mas si llegas como caído de regalo. 

Por eso te propongo que juntemos "YERBA MATE" para que nuestros amigos y hermanos al menos tenga de la gente como vos y yo un regalo, un paquetito de lleva para apagar el cansancio y las tristezas. De lo religioso me encargo yo, de contener etc., pero porque no ser parte vos con algo que nos hermana tanto. Si te parece bien usemos este medio...

 YO ESTARE DIOS MEDIANTE LOS MIERCOLES JUEVES Y SABADOS CELEBRANDO MISA DE 19 HS EN LA PARROQUIA DEL SAGRADO CORAZON DE LANUS, ITUZAINGO 1147, e/29 de SEPTIEMBRE, ( a MEDIA CUADRA ESTANCION LANUS ESTE) y  LOS DOMINGOS 8:30 HS. SI LES PARECE EN ESOS HORARIOS ME LOS DAN A MIS EN MANOS, ASI PODEMOS HACERLO BIEN EFECTIVO. Y COMENZAMOS YA  PONIENDO EN PRACTICA



Dios te bendiga

Carta Enciclica "Lumen Fidei" , CAPÍTULO SEGUNDO SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS

CONTINUACION 10/09/2013

CAPÍTULO SEGUNDO
SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf. Is 7,9)
“El hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no va adelante” (n. 24). En la cultura contemporánea se tiende a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica o las verdades del individuo, relativas. La verdad grande, que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha, como raíz de los totalitarismos y de los fanatismos (n. 25). Sin embargo, la fe, “aporta la visión completa de todo el recorrido y nos permite situamos en el gran proyecto de Dios; sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido” (n. 29).
Con su encarnación, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia” (n. 31). La fe puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos. Ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia (n. 34). Ilumina el camino de todos los que buscan a Dios. Favorece el diálogo con los seguidores de las diversas religiones. Y al configurarse como vía, concierne también a los que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. “Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él” (n. 35).

Al tratarse de una luz, la fe nos invita a adentrarnos en ella. Del deseo de conocer mejor lo que amamos, nace la teología cristiana, que participa en la forma eclesial de la fe, donde el Magisterio del Papa y de los Obispos en comunión con él, asegura el contacto con la fuente originaria, la Palabra de Dios en su integridad (n. 36).

CONTINUARA...

martes, 10 de septiembre de 2013

Carta Enciclica "Lumen Fidei"....CAPÍTULO PRIMERO HEMOS CREÍDO EN EL AMOR

CONTINUACION... (08/09/2013)
CAPÍTULO PRIMERO HEMOS CREÍDO EN EL AMOR (cf. 1Jn 4,16)

El Papa explica que, dado que la fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia, para entender lo que es, tenemos que considerar el camino de los creyentes, entre los que destaca Abrahán, a quien Dios le dirige la Palabra, revelándose como un Dios capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una alianza con él (n. 8). Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a la promesa de una vida nueva: ser padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17) (n. 9). Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esta Palabra, que es lo más seguro e inquebrantable. “El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete –escribe san Agustín–; Dios es fiel dando lo que promete al hombre” (In Psal. 32, II) (n.10). El Dios que pide a Abrahán que se fíe totalmente de él, es aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene (n. 11).
En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán, hacia la tierra prometida (n. 12). Un pueblo, sin embargo, que ha caído muchas veces en la tentación de la incredulidad, prefiriendo adorar al ídolo, fabricado por el hombre. “La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mi» (n. 13).
“La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría. Creer significa confiarse a un amor misericordioso que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios” (n. 13).
En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador que habla con Dios y transmite a todos la voluntad del Señor. Así, el acto de fe individual se inserta en una comunidad. Esta mediación es difícil de comprender cuando se tiene una concepción individualista y limitada del conocimiento (n. 14).
“Abrahán... saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría” (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a él. La fe cristiana es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). La vida de Jesús es la manifestación suprema y definitiva de Dios, de su amor por nosotros. “La fe cristiana es fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo... La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último” (n. 15).
La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por nosotros (cf. Jn 15,13). “En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer… nos permite confiarnos plenamente en Cristo” (n. 16). Porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida.
La fe es creer que Cristo es la manifestación máxima del amor de Dios y unirnos a él para poder creer. La fe mira a Jesús y mira desde el punto de vista de Jesús, el Hijo que nos explica a Dios (cf Jn 1,18). “«Creemos a» Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf Jn 6,30). «Creemos en» Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino” (n. 17).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. “La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios este mundo y cómo lo orienta hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra” (n. 18).
La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma, que obra en nosotros y con nosotros; que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano (n. 20). El cristiano puede tener los ojos de Jesús, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu (n. 21). De este modo, la existencia creyente se convierte en existencia eclesial: todos los creyentes forman un solo cuerpo en Cristo. “Los cristianos son «uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser”. La fe se confiesa dentro del cuerpo de Cristo; nace de la escucha y está destinada a convertirse en anuncio (n. 22).

CONTINUARA...

domingo, 8 de septiembre de 2013

Carta Encíclica “Lumen Fidei” del Sumo Pontífice Francisco Resumen preparado por la Secretaría General de la CEM


Fechada el 29 de junio de 2013, solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, el Papa Francisco ha dirigido a los obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y fieles laicos la primera encíclica de su Pontificado, titulada “Lumen Fidei” (La Luz de la Fe), en el marco del Año de la Fe, convocado por su predecesor en ocasión del 50 aniversario del Concilio Vaticano II y de los 20 años del Catecismo de la Iglesia Católica.

El Papa Francisco comenta que estas consideraciones sobre la fe habían sido prácticamente completadas por el Papa Benedicto XVI. “Se lo agradezco de corazón –dice– y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a «confirmar a sus hermanos» en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre” (n. 7).
Tras afirmar que quien cree ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino (n. 1), el Santo Padre comenta que muchos contemporáneos nuestros piensan que la fe es ilusoria; que creer es lo contrario de buscar, como decía Nietzsche. Para ellos, la fe es un espejismo que nos impide avanzar con libertad hacia el futuro (n. 2). Sin embargo, poco a poco se ha visto que la luz de la sola razón no logra iluminar suficientemente; que al renunciar a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, el hombre se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, incapaces de abrir el camino. “Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija” (n. 3).

Ante esto, el Papa señala que es urgente recuperar el carácter luminoso de la fe, capaz de iluminar toda la existencia del hombre. “La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor… experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud… La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo… que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia comunión” (n. 4).

CONTINUARA.....


sábado, 7 de septiembre de 2013

Los auditores laicos en el Concilio Vaticano II


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"...Los trabajos de la asamblea se abrían cada día con la celebración de la santa misa, en la que la presencia de un puño de laicos en medio de miles de obispos recordaba al Pueblo de Dios repartido por el mundo..."
El Santo Padre Benedicto XVI quiso con­memorar el 50º aniversario del Concilio Ecuménico Vaticano II llamando a la Iglesia a celebrar el Año de la Fe. Con este ges­to, el Papa ha querido resaltar que el Concilio se había propuesto « hacer resplandecer la ver­dad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni en­cadenarla al pasado » (Benedicto XVI, Homilía para la Apertura del Año de la Fe, 11 de octu­bre de 2012). El Papa desea que este importante aniversario sirva para « que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre con­temporáneo » (ibíd.). Es precisamente este vín­culo que une el Año de la Fe con el reciente Sí­nodo sobre la nueva evangelización. Ambos eventos están íntimamente unidos con el Conci­lio Vaticano II, la verdadera brújula que debe guiar a la Iglesia del siglo XXI en su caminar, « para navegar segura y llegar a la meta » (Be­nedicto XVI, Audiencia General, 10 de octubre de 2012). El Papa aprovechó, además, la oca­sión de conmemoración para recordarnos que el auténtico espíritu del Concilio está en su “ car­ta ”, vale decir en los documentos que expresan su espíritu auténtico y su herencia.
Uno de los aspectos más significativo de la herencia del Concilio es, sin duda, la conciencia reencontrada de la vocación y misión de los fie­les laicos en la Iglesia. La existencia misma del Consejo Pontificio para los Laicos es expresión de tal renovación. Esta renovada conciencia es aún hoy – cincuenta años después – uno de los frutos más preciosos del Concilio que debemos seguir aprovechando y viviendo.
Volviendo a las enseñanzas del Concilio, está claro que la reflexión sobre los laicos se tiene que comprender en su contexto, es decir la renovada conciencia de la Iglesia como Pueblo de Dios es – en las palabras de la Lumen Gen­tium – sacramento, signo e instrumento de la unión íntima de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (cfr. Lumen Gentium, 1). El Concilio enseña que la Iglesia, Cuerpo de Cris­to, está constituida por miembros diferentes, profundamente unidos entre sí por la identidad común de hijos de Dios y de la comunión en la misión de colaborar, cada uno partiendo de su propia realidad, en la santificación del mundo y en el anuncio de la Palabra de Verdad y Vida. Todos los miembros del único Cuerpo compar­ten la llamada a la santidad, que brota del Bau­tismo. El Bautismo y la Confirmación forman a todos los fieles en el apostolado; los laicos, por el carácter secular que les caracteriza, tienen que anunciar al Señor en el mundo, es decir « en las condiciones ordinarias de la vida fami­liar y social, con las que su existencia está co­mo entretejida » (Lumen Gentium, 31).
Se ha escrito y se está escribiendo mucho con ocasión de la conmemoración del Concilio con respecto a su historia y su desarrollo. Un capítulo importante de su historia, aunque qui­zás menos conocido, concierne la experiencia de los auditores laicos. Su presencia fue una de las novedades del Concilio, pues por primera vez los laicos fueron llamados al Concilio como christifideles. También en los concilios prece­dentes participaban a veces laicos, pero sólo en representación del poder civil.
¿Qué podemos decir al respecto? Los archi­vos históricos del Consejo Pontificio para los Laicos albergan documentos que nos ayudan a conocer algunos aspectos de esta presencia lai­cal. Sin pretender proporcionar noticias exhaus­tivas, es interesante recoger algunos testimo­nios de aquella historia que tantos frutos ha ge­nerado y continúa dando en nuestros días.
Quizás es interesante recordar que durante la primera mitad del siglo XX, la conciencia de la vocación y misión propia de los laicos fue creciendo. Las formas organizadas del aposto­lado laical, los congresos mundiales del laicado católico, que iniciaron a reunirse en los años 50, manifestaban esta maduración. Eran “ sig­nos del tiempo ”, respondían a la necesidad de una presencia eclesial incisiva y clara frente a los rápidos cambios sociales y culturales del si­glo XX.
En la primera sesión del Concilio, la única presidida por el beato Juan XXIII, una delega­ción de laicos presenció la ceremonia de apertu­ra, pero no hubo auditores presentes en el deba­te; sólo fue invitado el famoso intelectual fran­cés Jean Guitton junto a los delegados ecuméni­cos. Auditores laicos fueron nombrados a partir de la segunda sesión, presidida por Pablo VI. Al principio eran doce, todos del sexo masculi­no; entre ellos recordemos, además de a Guit­ton, a Silvio Golzio (Italia), Mieczyslaw de Ha­bicht (Polonia), que tenía el encargo de delega­do para los auditores, y Vittorino Veronese (Ita­lia), presidente de los primeros congresos mun­diales del laicado católico.
Es importante relevar que los auditores no fueron nombrados como representantes de aso­ciaciones u organismos de los cuales todos ha­cían parte, sino a título personal. En los docu­mentos se constata cómo ellos mismos eran bien conscientes de que su designación no era “ en representación ”; se trataba, en cambio, de una invitación personal del Papa a presenciar y a ofrecer su propia aportación. En el Aula, de hecho, había auditores, pero en los grupos y en las comisiones de trabajo podían ser, y lo fue­ron, locutores. El Concilio es una asamblea eclesial de carácter singular; no se trata ni con mucho de una “ asamblea representativa ” de la Iglesia: es una reunión episcopal en la que está presente toda la Iglesia en la persona de los obispos, de los pastores. No obstante, dado el carácter pastoral del Concilio Vaticano II, se decidió invitar peritos y auditores, para crear oportunidades de diálogo y profundización útil a los Padres conciliares. Por ello, los auditores no estaban en el Concilio en representación de los laicos, sino con un papel de testimonio y de asistencia a los pastores; es importante com­prender el carácter de su participación para evi­tar malentendidos.
Los auditores tomaban puesto en la Basílica en una tribuna a ellos destinada, junto a la esta­tua de san Andrés, a la derecha de la mesa pre­sidencial. No había puestos asignados. Tenían también una secretaría destinada para ellos cer­ca de san Pedro, en el Borgo Santo Spirito, diri­gida por algunas mujeres comprometidas en el apostolado de los laicos, que desempeñaban su servicio por turnos. Por esta razón, algunos afir­maron que durante la segunda sesión, las muje­res ya se encontraban “ en el umbral ” del Con­cilio. Para la tercera y cuarta sesión, el grupo de auditores se amplió, incluyendo incluso a muje­res, religiosas y laicas. Durante la tercera sesión los auditores eran cuarenta, de los cuales dieci­siete eran mujeres. En la cuarta sesión, el nú­mero creció aún más. Próximamente dedicare­mos un artículo a las mujeres “ auditoras ”.
Algunos de los auditores de la tercera y cuarta sesión fueron: Eusèbe Adjakpley (Togo); José Álvarez Icaza (México) con su mujer Luz; Pilar Belosillo (España); Frank Duff (Irlanda); José María Hernández (Filipinas); Rosemary Goldie (Australia); Patrick Keegan (Gran Bre­taña); Marie­Louise Monnet (Francia); Marga­rita Moyano Llerena (Argentina); Gladys Pa­rentelli (Uruguay); Bartolo Peres (Brasil); An­ne­Marie Roeloffzen (Holanda); Juan Vásquez (Argentina).
Los trabajos de la asamblea se abrían cada día con la celebración de la santa misa, en la que la presencia de un puño de laicos en medio de miles de obispos recordaba al Pueblo de Dios repartido por el mundo, el Pueblo que los pastores tan presente tenían en sus oraciones, reflexiones y tareas. Los auditores entendieron muy bien que su presencia orante y su testimo­nio eran un aspecto importante de su función.
Otra contribución de relieve de parte de los auditores supuso el trabajo de comisiones y subcomisiones para la redacción de los esque­mas destinados a ser votados por los Padres en el aula conciliar. Junto a la contribución de los peritos, la de los auditores fue particularmente significativa en la comisión que preparó el es­quema sobre el apostolado de los laicos, que se convertirá en el decreto Apostolicam Actuosita­tem, como también la comisión que preparó el esquema sobre la Iglesia en el mundo contem­poráneo, la futura Gaudium et Spes.
Además, los auditores fueron invitados en varias ocasiones a tomar la palabra ante toda la asamblea conciliar. Durante la segunda sesión intervinieron sólo para agradecer oficialmente por haber sido invitados. En cambio, durante la tercera sesión hicieron una primera intervención, en inglés, sobre el decreto del apostolado de los laicos que estuvo a cargo del británico Patrick Keegan. Después intervino Jean Guitton al final del debate sobre el ecumenismo; Juan Vásquez sobre el esquema de la Iglesia en el mundo con­temporáneo; y James Norris, que hizo un llama­miento al Concilio, en latín, sobre la pobreza en el mundo. Durante la cuarta sesión intervinieron Eusèbe Adjakpley sobre las misiones y Vittorio Veronese, en la clausura del Concilio, para agra­decer a los padres conciliares. Los textos de las intervenciones fueron acordadas entre todos los auditores. La riqueza y profundidad del testimo­nio de los laicos, hombres y mujeres que partici­paron en el Concilio, se puede apreciar, a partir de los documentos de los archivos que conservan su trabajo y todo lo que vivieron, en los docu­mentos mismos que, en su redacción final, com­pendian toda la experiencia del Vaticano II. Tal como remarcó Benedicto XVI, sus enseñanzas son la expresión auténtica del espíritu del Conci­lio y una brújula infalible para guiar la labor eclesial en el momento histórico actual. Nuestra tarea es asimilar la extraordinaria herencia del Concilio, en particular el carácter profético de sus intuiciones sobre la misión y vocación de los fieles laicos. En nuestro mundo “ líquido ”, ca­rente de puntos de referencia, valores y orienta­ción, ¡qué impacto puede tener la presencia de un laico lleno de Cristo, con una clara conciencia de la propia misión! ¡Cuánto puede dar a este mundo un laico consciente de ser un enviado, un apóstol de Cristo en las situaciones concretas en las que vive! ¡Cuánta riqueza constituye para la Iglesia de hoy la vocación particular de los laicos en la difusión capilar del Evangelio! Responda­mos a una llamada tan grande renovando, en este año propicio, nuestra fe y con ello nuestro com­promiso para llevar la fe a todo el mundo, a las mujeres y a los hombres que buscan al Señor de la Vida.

martes, 3 de septiembre de 2013

Clausura Concilio Vaticano - Mensaje a toda la Humanidad


7 de Diciembre de 1965

“Venerables hermanos:
La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Ahora debéis abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad a difundir la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, por la que nosotros hemos trabajado juntos desde hacía cuatro años.
Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal, en este momento privilegiado en el tiempo y en el espacio, convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque abandonamos Roma para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con los prodigios conseguidos, sus valores, sus virtudes. El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en sus sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada; esto es precisamente lo que la Iglesia de Cristo puede y debe dar a los pueblos…” 

Pablo, Papa VI