continua del dia 12/09/2013
CAPÍTULO
TERCERO
TRANSMITO
LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1
Co 15,3)
La fe, que nace de un encuentro, tiene
necesidad de transmitirse. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios
llega a nosotros. La Iglesia es una Madre que nos enseña el lenguaje de la fe.
“El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí
todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía
de nuestro camino de fe” (n. 38). La Iglesia transmite a sus hijos el contenido
de su memoria, mediante la tradición apostólica. En la liturgia, por medio de
los sacramentos, se comunica esta riqueza (n. 40). La transmisión de la fe
se realiza en primer lugar mediante el bautismo, que nos convierte en hijos
adoptivos de Dios. Ahí recibimos también una doctrina que profesar y una
forma concreta de vivir, que nos pone en el camino del bien (n. 41). El
bautizado, rescatado de la muerte, “puede ponerse en pie sobre el «picacho
rocoso» (cf. Is 33,16) porque ha encontrado algo consistente donde
apoyarse” (n. 43).
San Agustín decía que a los padres
corresponde no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para
que sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don
de la fe (cf. De nuptiis et concupiscentia, I,4,5) (n. 43). La
naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía,
alimento para la fe, “encuentro con Cristo presente realmente con el acto
supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida; que nos introduce, en
cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios”
(n. 44).
En la celebración de los sacramentos, la
Iglesia transmite su memoria, en particular mediante la profesión de fe, en la
que “toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo”.
El Credo tiene una estructura trinitaria. Así afirma que el secreto
más profundo de todas las cosas es la comunión divina; que este Dios comunión,
intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de
abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión.
Quien confiesa la fe, “no puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin
ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que
dilata su ser haciéndolo parte de una comunión grande, la Iglesia”
(n. 45).
Otros dos elementos esenciales en la
transmisión fiel de la memoria de la Iglesia son la oración del Señor, el Padrenuestro,
y el decálogo (cf. Ex 20,2), cuyos preceptos, que alcanzan
su plenitud en Jesús (cf. Mt 5-7), “hacen salir del desierto del
«yo» cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por
su misericordia para ser portador de su misericordia” (n. 46).
La fe debe ser confesada en su pureza e
integridad (cf. 1 Tm 6,20) (n. 48). Como servicio a la unidad de
la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de
la sucesión apostólica. El Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se basa la fe (n. 49).
CONTINUARA...
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