continuacion 16/09/2013
CAPÍTULO CUARTO
DIOS PREPARA UNA CIUDAD PARA ELLOS
(cf. Hb 11,16)
Al presentar la fe de los patriarcas y de
los justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone de relieve que
ésta no es sólo un camino, sino también edificación de un lugar en el que los
hombres puedan convivir (cf. 11,7) (n. 50). Por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6),
la fe ilumina las relaciones humanas; se pone al servicio concreto de la
justicia, del derecho y de la paz. Permite comprender la arquitectura de las
relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo
en Dios, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común.
“Su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir
una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades,
para que avancen hacia el futuro con esperanza… Las manos de la fe se alzan al
cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre
relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios” (n. 51).
El primer ámbito que la fe ilumina en la
ciudad de los hombres es la familia. Fundados en este amor, hombre y mujer
pueden prometerse amor mutuo para toda la vida. La fe, además, ayuda a captar
en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos. (n. 53).
En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida. Por eso, es
importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia. Sobre
todo los jóvenes deben sentir la cercanía y la atención de la familia
y de la Iglesia. “Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con
Cristo amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no
defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime... Hace descubrir una
gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe,
que vale la pena ponerse en sus manos” (n. 52).
“¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada
de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a
la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan
evidente en el mundo antiguo” (n. 54). La fe nos hace respetar más la
naturaleza; nos invita a buscar modelos de desarrollo que consideren la
creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar
formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para
estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del
perdón e ilumina la vida en sociedad, poniendo todos los acontecimientos en
relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama (n.
55).
Incluso, en la hora de la prueba, la fe nos
ilumina. Por eso el Salmo 116 exclama: “Tenía fe, aún cuando dije: «¡Qué
desgraciado soy!»” (v. 10). El cristiano sabe que siempre habrá
sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor,
de entrega confiada en Dios, que no nos abandona, y de crecimiento en la fe y
en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de
mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15,34), el cristiano aprende a
participar en la misma mirada de Cristo. La muerte queda iluminada y puede ser
vivida como la última llamada de la fe, el último “sal de tu tierra y ven”,
pronunciado por el Padre (n. 56).
La luz de la fe no nos lleva a olvidamos de
los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de
fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del
leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Acercándose a ellos,
no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón de todos los
males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino
que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta
para caminar. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este
camino y darnos luz. La fe va de la mano de la esperanza porque,
aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que
Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf 2 Co 4,16-5,5). “En
unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro
cierto, que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día” (n. 57).
BIENAVENTURADA LA QUE HA CREÍDO (Lc 1,4.5)
“La Madre del Señor es icono perfecto de la
fe, como dice santa Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45).
En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella
la acogió con todo su ser para que tomase carne en ella y naciese como luz para
los hombres” (n. 58). A ella nos encomendamos, pidiendo que “esta luz de
la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que
es el mismo Cristo” (60).
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