
7 de Diciembre de 1965
“Venerables hermanos:
La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Ahora debéis abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad a difundir la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, por la que nosotros hemos trabajado juntos desde hacía cuatro años.
Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal, en este momento privilegiado en el tiempo y en el espacio, convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque abandonamos Roma para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con los prodigios conseguidos, sus valores, sus virtudes. El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en sus sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada; esto es precisamente lo que la Iglesia de Cristo puede y debe dar a los pueblos…”
La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Ahora debéis abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad a difundir la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, por la que nosotros hemos trabajado juntos desde hacía cuatro años.
Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal, en este momento privilegiado en el tiempo y en el espacio, convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque abandonamos Roma para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con los prodigios conseguidos, sus valores, sus virtudes. El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en sus sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada; esto es precisamente lo que la Iglesia de Cristo puede y debe dar a los pueblos…”
Pablo, Papa VI
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